Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

lunes, 9 de abril de 2012

Su nombre en vano


Si hay un lugar en Jerusalén que concite fervores, rivalidades y disputas, ese es el monte del Templo. Y todo por su divinidad. Para los judíos es el lugar sagrado donde Abraham aceptó sacrificar a su hijo, donde Salomón edificó su templo y donde aún permanecen las gigantescas piedras que forman el muro de las lamentaciones. Los cristianos sitúan en el lugar el episodio en el que Jesús echó a los mercaderes. En cambio, los musulmanes sitúan ahí el ascenso de Mahoma al cielo. Las tres culturas creen que está o estuvo en ese lugar la piedra fundacional del mundo. Las tres han reclamado para sí durante siglos la ciudad de Jerusalén. Y lo han echo a tiros o espadazos.

Hoy el muro de las lamentaciones estaba a rebosar. Entre los fieles que se lamentan destacan siempre los ultraortodoxos, una pintoresca comunidad que viste de negro, en la que la mayoría de sus miembros varones no trabajan, están liberados de hacer el servicio militar y no pagan impuestos. Son las comunidades que regresaron de la diáspora desde el Este de Europa y Rusia, altos, flacos y de tez lechosa, los ashkenazí. La otra gran comunidad son los antiguos sefardíes, expulsados de la península por los Reyes Católicos y que regresaron a la Tierra Prometida provenientes de países árabes o de Grecia. Son estos de tez más oscura, y no siempre han gozado de igualdad social respecto al resto de comunidades.

Los fanáticos israelíes han supuesto a veces un auténtico lastre para lograr la paz. Uno de los episodios más dramáticos fue el asesinato del primer ministro Isaac Rabin a manos de un radical semita, en pleno proceso de paz.

Hoy hemos madrugado para ir a la explanada de las mezquitas (así llaman los árabes al monte del Templo), donde los musulmanes se reúnen a orar bajo los cipreses y donde no dejan entrar con pantalón corto. Que se lo pregunten a mis dos compadres, que por desoír mis advertencias han tenido que comprar un pañuelo para cubrir sus peludas piernas a modo de falda.
A mí por cierto, me han obligado a guardar a la entrada una pequeña Biblia que llevo encima para recrear lugares y momentos. La religión aquí no es motivo sino de enfrentamiento.

La visita ha sido agradable, sobre todo contemplar la majestuosa mezquita del oro, cuya cúpula está recubierta del material precioso. Eso sí, siempre bajo la atenta mirada de decenas de soldados israelíes que patrullan con sus metralletas dentro del recinto para garantizar la seguridad. Aquí, la diferencia entre protección y ocupación es realmente nimia.

Al término del paseo nos hemos trasladado en un autobús palestino a Ramala, a unos quince kilómetros de Jerusalén. Ha sido complicado encontrar la parada de bus, ya que a cualquier judío que preguntásemos la respuesta era "no sé ni de que me hablas".
No es extraño que los israelíes desconozcan qué autobuses llevan a la capital de Palestina, porque ellos no pueden ir. Ramala es "zona C", es decir, controlada civil y militarmente por la Autoridad Nacional Palestina por lo que, pese a su cercanía geográfica, llegar allí es como cruzar un océano. Un férreo control militar disecciona maletas e intenciones de los viajeros que quieren atravesar el muro y entrar en Ramala y, sobre todo, de los que quieren salir. A la vuelta nos ha tocado esperar tres cuartos de hora, y con suerte, pues los controles duran muchas veces hasta dos o tres horas.
En Ramala se respira vida. Hay escombros, aún hay casas derruídas por los tanques israelíes durante la última intifada y el cerco a Arafat de 2005 y las paredes de muchas paredes cercanas al check-point lucen agujeros de bala recientes. Pero los palestinos reconstruyen los edificios, tapan los agujeros y sonríen al visitante.

Los palestinos de Ramala se hacen querer, quieren saber qué pasa fuera de los muros que los aíslan y hoy han mostrado simpatía y curiosidad por tres vagabundos españoles. Hemos coincidido en la tumba de Arafat con un grupo de escolares que pedía divertido hacerse fotos con nosotros, y al final nos hemos acabado retratando hasta con los soldados de guardia del monumento. En Ramala no hay recelos ni borderías. No pueden permitírselo, pues mucha gente está de paso -como nosotros- y saben que de la simpatía que le tenga el mundo dependerá también el apoyo a su causa. Un ejemplo: paseando por un barrio desierto y ruinoso, nos hemos topado con el edificio del ministerio de Cultura. Ha bastado que preguntase en la puerta si podíamos asomar el morro, para acabar en el despacho del viceministro charlando amistosamente. Su mesa, situada frente a un retrato descolorido de Abu Mazen era de conglomerado, en un armario desvencijado se apilaban papeles pendientes, y las sillas eran como las de una escuela. Sin embargo, el viceministro nos ha ofrecido el coche del ministerio para llevarnos a un museo -oferta que hemos declinado- y de no estar de viaje oficial, nos habríamos entrevistado con la mismísima ministra.
Así es Ramala, descascarillada pero alegre y vital. Abierta al viajero y al mundo, aunque el mundo le esté vetado o racionado.

Por la tarde hemos conocido a Sagrario, una cooperante de Cuenca que, en una terraza de la ciudad, nos ha explicado todos los pormenores del conflicto, que a sus ojos pasa por la falta de respeto a la legalidad internacional por parte de Israel. Otros aspectos del drama del pueblo palestino tienen menos eco mediático, como el del maltrato a las mujeres, asunto que ocupa principalmente la actividad de la ONG a la que pertenece.

En Cisjordania y especialmente en Gaza, la sociedad tolera o incluso silencia maltratos a mujeres y asesinatos por honor. Una infidelidad puede ser una sentencia de muerte para muchas mujeres palestinas, y más ahora que el radicalismo islámico gana fuerza día a día. "Es curioso que la causa palestina ha pasado de tener una base política de izquierdas en los años setenta, a un islamismo cada vez más conservador", ha explicado.

De nuevo el nombre de Yavhé, de Dios, o de Alá, se enarbola para partirle la crisma al vecino o meterle el dedo en el ojo. Entre judíos ultraortodoxos y laicos, entre radicales salafistas, miembros de Hamás y Al Fatá... Y también en el pasado entre las diferentes confesiones cristianas...

Mañana abandonamos la ciudad santa para trasladarnos al desierto y al mar Muerto. A diferencia de las ciudades que hemos conocido estos días -dicen- siempre reina la calma. Es curioso que en este país un lugar tenga que estar muerto, para estar en paz.

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