Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

miércoles, 11 de abril de 2012

Solo el penitente pasará

Es noche cerrada en Petra. Reina el mayor de los silencios. Un silencio sordo roto solo por el susurro del viento al acariciar las rocas de las que se alimenta desde hace siglos. Pero ahora incluso el viento calla. Entre los riscos, bajo las enormes columnas del palacio del Tesoro suena una flauta de hueso como la que tocan los pastores nómadas mientras las cabras ramonean. Es un sonido agudo y áspero. La melodía suena melancólica, pero aún más los acordes de ese extraño instrumento de cuerda que la acompaña. Y de repente una ronca voz beduina inicia su letanía, lenta y triste, que rebota por los barrancos y tumbas de la ciudad de piedra. Es de noche en Petra, decenas de velas iluminan sus sendero y la magia lo inunda todo.

Mañana comienza el largo regreso a casa, se disuelve el grupo y hoy no podríamos haber elegido mejor escenario para hacerlo.

Estamos en una de las maravillas del mundo, Petra, un lugar de esplendor hace 2.000 años que aún hoy -en ruinas- es difícilmente descriptible con palabras. Digamos que, explorando las galerías y templos de Petra, hoy he vuelto al pasado, pero no a uno remoto, sino a la felicidad de la infancia.

De niño, cuando veía algunas películas de la era dorada de Hollywood, me convertía en los personajes épicos que pasaban ante mis ojos embelesados. Recuerdo haber sido, frente al televisor, un oficial inglés preso en el Río Kwai, un pirata a las órdenes del Temible Burlón o un Centauro del Desierto empuñando mi colt. Pero hoy en Jordania volví a creerme -a ser- dos de mis personajes épicos favoritos: Indiana Jones y Lawrence de Arabia.

La cosa prometía desde que esta mañana hemos amanecido en una playa del mar Rojo, donde dormimos al raso en compañía de unos gatos callejeros y dos compadres colombianos. Al despuntar el alba se ha descubierto imponente nuestro destino, Jordania, al otro lado de la bahía, y la ciudad con cuya legendaria conquista tanto soñé de chico.
"¡¡A Aqaba!!". Tengo el grito de Lawrence -Peter O'Toole en la cinta de David Lean- grabado a fuego. El oficial inglés unió a las tribus árabes durante la 1ª Guerra Mundial y cruzó el desierto a galope para atacar por la retaguardia la ciudad en la que hoy hemos entrado, entonces en poder de los turcos.

Antes de llegar a Aqaba hemos perdido a uno de nuestros camaradas. Uno de los chicos colombianos no ha podido cruzar la frontera -por otra parte llena de campos de minas y torretas de vigilancia-. ¿El motivo? Los colombianos son todos sospechosos de narcotráfico, por lo que necesitan un visado especial que él no tenía.

Digiriendo la injusticia diplomática, hemos subido hacia el Norte de Jordania en un taxi al que le han multado por exceso de velocidad -y más vale- visto cómo tomaba las curvas. Por cierto, en Jordania los hombres de perfilan las cejas y se aplican rímel en las pestañas, desde el oficial de aduanas hasta el pastor de burros.

Instalados en nuestro albergue, duchados y desayunados, hemos penetrado por fin en la misteriosa e imponente ciudad de Petra. Imaginen decenas de enormes y escarpadas montañas de arenisca, horadadas por todas partes, repletas de tumbas, viviendas, altares de sacrificios y templos majestuosos. Hoy solo la arena reside en ellos, pero en tiempos fue una ciudad de comerciantes que reunió a lo mejor de las civilizaciones de la época.
Fue una antigua tribu árabe -los nabateos (hasta hoy no tenía el gusto)- los que la construyeron. Cuando este pueblo entró en decadencia, Petra fue abandonada progresivamente y cayó en el olvido hasta ser redescubierta en el siglo XIX.





Desde entonces, solo los pastores beduinos y sus rebaños moraban en sus cuevas y templos, hasta que el gobierno Jordano les construyó viviendas fuera de la ciudad y les ofreció trabajar vendiendo souvenirs y paseando a los turistas en sus jumentos y dromedarios.

A eso se dedican, y lo hacen bien, pues el nivel de encalome hoy ha llegado hasta la celebración de un juicio sumarísimo con uno de ellos de denunciante y nuestro compañero Iñigo de acusado.

La escena ha sido divertida por pintoresca. A la entrada de la ciudad, unos beduinos nos ofrecen sus caballos a cambio de nada. Íñigo advierte de que nada va a pagar, el árabe le responde "Yala yala" (vamos vamos) y todos montamos. Al acabar el paseo nos piden propina. Soy el primer pardillo en pasar por el aro, me siguen Alfredo y nuestro nuevo amigo Dominique, un americano que vive en Mallorca. Pero Ínigo cumple lo acordado y no suelta la mosca. Su beduino se pone pesado y amenaza con arruinarnos el día. Llegan los agentes y aparece un improvisado juez que les interroga para conocer ambas versiones. Al final, nos salimos con la nuestra, aunque ofrecemos unos euros para hacer las paces. El beduino -ofendido y orgulloso- rehúsa aceptarlos.

Después de andar kilómetros y kilómetros, y escuchando la canción del anciano bedú partir la noche en Petra, me invade de pronto una sensación de cansancio. Mañana Alfredo y yo tenemos un largo camino hasta Tel Aviv e Íñigo se queda con Dominique para seguir por su cuenta unos días. El polvo de mis sandalias me hace caer en la cuenta de que son muchos días y experiencias a nuestras espaldas, y empezamos a acusar el desgaste físico y mental en la recta final.

Pero luego me reconforta recordar la frase de Indiana Jones cuando entraba en Petra perseguido por los nazis y al cruzar el umbral del palacio del tesoro- frente al cual me encuentro ahora-, daba con la clave que le permitió llegar al Santo Grial: "Solo el penitente pasará".

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