Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

martes, 10 de abril de 2012

Salto al vacío


El desierto siempre me inspira una actitud muchas veces olvidada: la humildad. Lo experimenté por primera vez hace cuatro años, en Marruecos. En aquella ocasión, de travesía por el Sáhara a lomos de un dromedario, caí en la cuenta que el hombre está todavía muy lejos de ser todopoderoso, aunque a veces lo parezca. Un ejemplo de algo que no puede dominar es precisamente el desierto. Frente al mar de arena, es un granito más en una inmensidad inabarcable, en la que solo los beduinos se atreven a penetrar, y siempre pidiendo permiso.

Hoy en Masada he tenido la misma sensación al mirar al horizonte, a las agrestes montañas que lo desdibujan, al mar Muerto, a los erosionados cañones que se abrían a nuestro alrededor. A la desolación, a la aridez extrema.

El hombre no puede dominar el desierto, pero en ocasiones se alía con él, agacha la cabeza, asume su inferioridad y entonces es cuando surgen maravillas como la que ayer descubrimos: el palacio de Masada.

Es esta una imponente construcción de la que solo se conservan ruinas, levantado en lo alto de una montaña roja, por el rey Herodes, 43 años antes de nacer Cristo.

El monarca eligió aquel emplazamiento en un terreno yermo y polvoriento, de imposible acceso y a orillas de un mar cuyas aguas impiden la vida, por miedo. Por muy rey -apodado El Grande- que fuese, pactó humildemente con el desierto, le pidió defensa ante sus enemigos. Y el desierto cumplió.

Durante años, aquel enclave inalcanzable, defendido por un ejercito de casi mil hombres, mantuvo el reino de Herodes libre de sus enemigos, egipcios o romanos.

Pero entonces Herodes, envalentonado por los éxitos ante sus enemigos, comenzó a trasformar Masada de fortaleza a palacio, equipándola con toda suerte de lujos que ni siquiera llegó a disfrutar.

Y así llegó el último asedio, ya muerto el rey. Un millar de judíos se hicieron fuertes en el palacio mientras 8.000 legionarios se atrincheraban en la laderas de la montaña, prolongando el sitio durante meses.

Ante la desesperada situación, los defensores de Masada, con los depósitos de agua vacíos, habían fijado una fecha para acabar con sus vidas antes de caer en manos romanas. Faltaba un día para el día señalado, y entonces... llovió.
El desierto había concedido un último favor a los hombres, pero no hubo más. Meses después, de nuevo sin agua, se llevó a cabo el macabro plan. Diez soldados ejecutaron a sus compañeros y familias y estos fueron muertos a su vez por el último de los guerreros. Antes de entrar los romanos éste se arrojó al vacío ante el avance enemigo. Fue el único que se suicidó, el único que pecó.

Después de la visita, hemos descendido hasta el punto más bajo de la tierra, a las orillas del mar Muerto -o pestilente, como le llamaban los griegos-.
Metidos en el agua, mirando hacia arriba, faltarían 411 metros para llegar al nivel de Alicante, unos ochocientos y pico a Pamplona, 9.000 a la cima del Everest.

Sumergirse en el mar Muerto es una forma de hablar, pues en cuanto el viajero se tira a la saladísma agua (nueve veces más que la del Mediterráneo), se convierte de inmediato en una colchoneta a la deriva, a consecuencia de la gran densidad del líquido elemento. Es divertido, pero si desafías al mar intentando bucear -como me ha pasado- te encontrarás con que éste se cobra su peaje: una ceguera pasajera pero tremendamente incómoda. Otras veces, el precio es más dramático. A consecuencia de los trasvases del río Jordán, este mar se está secando a un ritmo alarmante, y la retirada de las aguas ha provocado que en más de una ocasión se formen arenas movedizas, sumideros y galerías subterráneas que se han tragado como si nada a despreocupados bañistas.

Ahora, rumbo al Sur, a la frontera con Jordania, que se abre inmensa
al otro lado de las aguas en las que hace un rato flotábamos, leo sobre  las guerras mantenidas por ambos países por palmos de tierra del desierto, y por estas aguas ponzoñosas.
Creo que tamaña falta de humildad, tamaña soberbia, no es patrimonio de jordanos o israelíes, sino del Hombre.
Y pienso en cuantas ocasiones, esa actitud ante la naturaleza y sus recursos nos ha pasado -y nos pasará- factura.
Hasta que el último de nosotros tenga que arrojarse al vacío.

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