Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

jueves, 5 de abril de 2012

Jerusalenes


Después de callejear sin rumbo por las piedras milenarias y pulidas de Jerusalén, de perdernos una y otra vez por los barrios de distintas confesiones que componen la ciudad amurallada, regresamos al albergue agotados pero satisfechos. Hemos conocido Jerusalén, y nos ha gustado.
Tras 24 horas de un viaje agotador, incluida una pernocta tirados en el aeropuerto de Moscú, después de sobrevolar Europa, Rusia, Ucrania, el Mar Negro y Turquía, hemos aterrizado finalmente en la ciudad costera de Tel Aviv a mediodía.
Lo he agradecido de veras, ya que el viajero de detrás, un mocoso de cinco años inglés, no ha parado de llorar, dar patadas e irrumpir mis siestas o la película durante todo el vuelo. Y lo ha hecho con la resignada complacencia de sus progenitores. Me acordé de él cuando hemos atravesado la puerta de Herodes, que se abre majestuosa en la muralla de Jerusalén.
La atmósfera de Israel era agradable, como esas tardes de verano en el Levante español, pegajosas pero alegres. Desde el avión se veía cómo una brumilla ocre cubría el paisaje -rocas, matojos y olivos- dando a la vista un aspecto de postal antigua amarilleada por el tiempo.
Lo primero que hemos hecho al llegar a Tierra Santa es negociar con un sefardita que volaba a España el cambio de 200 euros a Shekles, ahorrándonos así las comisiones de las oficinas oficiales.
De ahí, un minibus compartido nos ha llevado hasta Jerusalén. El viaje no ha acabado mal porque Dios no es mal anfitrión y sería feo recibirnos en su tierra con un accidente, pero no será porque nuestro chófer no lo haya puesto a prueba. Si se le aplicasen todas las infracciones de circulación que ha cometido se enfrentaría a varias cadenas perpetuas. Semáforos en rojo,  medianas, adelantamientos por la derecha... Nada se le resistía.
Era más importante su prisa, y sus continuos pitidos, gritos e imprecaciones en hebreo.
Jerusalén es contraste. Casi se diría que son varias ciudades en una. Los edificios se parecen mucho en diseño y materiales de construcción, sin embargo sus habitantes pueden cambiar de una calle a otra y no parecerse ni en el blanco del ojo. Lo hemos comprobado al atravesar un barrio fuera de las murallas de la ciudad vieja en la que eran judíos ortodoxos hasta los semáforos. Solo se veían negras levitas y sombreros, barbas ralas y tirabuzones de todos los colores, edades y tamaños. Y sin embargo, ha sido atravesar la puerta de Jaffa, buscar nuestro albergue -pasando frente al Santo Sepulcro- y regresar a nuestro viaje de hace cuatro años a Marruecos. Cabritos en canal, bullicio, teces morenas, saludos en árabe, zoco, y sobre todo el inconfundible olor a especias entremezcladas en el aire y a té.

Atravesar la calle por la que, según los franciscanos, Jesús se dirigió a su calvario impresiona -y más un Jueves Santo- al margen de confesiones. Pero impresiona igualmente ver mezquitas, iglesias y sinagogas juntas pero no revueltas, pared con pared, recoletas algunas y ostentosas otras, homenajes a un creador del que se destacan las diferencias aunque existan grandes parecidos.
Y así, después de cenar en el barrio armenio, hemos llegado al muro de las lamentaciones. Protegidos con estrictas medidas de seguridad, los judíos oran en voz alta o amagan cabezazos frente a unas piedras que rezuman energía por todos sus poros graníticos. En una de sus grietas han quedado también mis peticiones. Después de un rato en silencio, he pensado que, lleve kipá, palestino o alzacuellos, el lugar invita al visitante a acordarse de los suyos y dar rienda suelta a preguntarse por los misterios de nuestra existencia.
Mañana ahondaremos en los misterios de Jerusalén. La ciudad de los mil dueños, de las tiendas caras y los bazares, de los turistas japoneses y los peregrinos. La ciudad de los contrastes.

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