Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

sábado, 7 de abril de 2012

Espinas y humo blanco


En Belén no hay musgo, ni las carreteras están hechas de serrín. No he visto ni un solo río de papel de plata, y mucho menos a un tipo con barretina cagando en la vía pública. En Belén hay buscavidas, maestros del encalome, pilluelos, supervivientes a la adversidad, casi siempre impuesta, gente que sonríe y que dice "Welcome". En Belén hay también una muralla de 20 metros de alto que divide físicamente desde hace casi una década a judíos y palestinos. Parecido a Berlín.

Después de alternar murales reivindicativos con santos lugares (la gruta donde nació Jesús y la colina donde les dio la noticia el Ángel a los pastores), nos hemos adentrado en el campo de refugiados de Aida, fundado nada menos que en 1948, tres años después de desmantelara el getto de Varsovia.
Las comparaciones son intencionadas, pues el visitante se encuentra un barrio en el que se hacinan cientos de familias palestinas desde la toma de la ciudad por parte de los israelíes.

En la calles corretean los chiquillos y la basura se desparrama alrededor de contenedores con el sello de la ONU. La vida se abre camino en esas las aceras polvorientas, pero también el odio, avivado por las posiciones radicales de Hamás. Los acólitos de este partido, lejos de oponerse a las acciones del Estado de Israel, parten directamente de la negación de su existencia, dejando escaso margen a cualquier salida negociada del conflicto. Y en las polvorientas calles de los gettos de Cisjordania cuecen su caldo a fuego bravo. No digamos en Gaza.

Después de aclarar el nudo en la garganta con el primer té verde de los cinco del día, nos hemos trasladado a Hebrón, el otro punto caliente de Cisjordania. Si puede llegar a entenderse que salpiquen el paisaje mediterráneo de guijarros y olivos pétreas colonias de hebreos que regresan a su tierra prometida, sorprende al visitante observar las mismas colonias reducidas a bloques de edificios fortificados en medio del mar hostil de la ciudad.

En Hebrón las viviendas de los judíos son pequeños islotes envueltos de hormigón y alambre de espinos siempre bajo la atenta vigilancia de los soldados. La pregunta es inevitable. ¿Por qué querrán vivir ahí? La respuesta es sencilla, pero apela más al sentimiento que a la razón. Es su hogar.

Debajo de la estrella de David, la vida en la calles palestinas se desarrolla con aparente normalidad, si descontamos que para ir a la mezquita o visitar a un pariente, el árabe tiene que enfrentarse a un buen número de  pasos controlados o check-points. Y no siempre están abiertos. Pese a ello, los mercaderes venden todo lo vendible, los turistas declinan las ofertas con una sonrisa, y los jóvenes se afanan en contar su historia a los visitantes. Desde la azotea de un hincha local del Barcelona, a escasos metros del torreón donde se apostaban dos enormes uniformados, el chaval nos ha mostrado los fortines que jalonan la ciudad, y un par de balazos perdidos que cierto día fueron a parar al depósito que suministraba agua a su cochambroso edificio. Narran sus historias y aceptan propina a cambio, sí. En este caso la ecuación de vida era la siguiente: un padre+10 churumbeles/20 metros cuadrados. ¿Qué les queda?

Al atravesar la barrera que da a uno de los barrios judíos, hemos tenido la sensación de pasear por el típico pueblo del Oeste donde no se ve un alma en la calle pero se masca la tensión en cada esquina, donde se avecina un duelo al sol y los habitantes no hacen sino atisbar a través de los visillos.  Cosas del Sabat, ni un ciudadano paseaba hoy por la tarde en la zona judía. Solo perros callejeros sarnosos y famélicos siesteaban a la sombra, ajenos a cualquier conflicto humano o divino.

En esa zona también, más aburridos que vigilantes, cabecean soldaditos israelíes que hacen su mili quién sabe con qué nivel de ardor patriótico en el pecho. A ellos les ha tocado estar ahí, y cumplen, cargando perezosamente con sus pesados M-16 y ataviados con sus uniformes verde oliva.

De regreso a la zona palestina, previo paso por la mezquita, que comparte edificio con la sinagoga -hoy vetada a los no creyentes- hemos visto carteles informativos que contrarrestan las pintadas palestinas hablando de la historia de Israel, de la "liberación" de la Tierra Prometida de las garras musulmanas. Y tal.

Nuestro improvisado guía, un taxista al que acompañaba Mahmud, su hijo de 11 años, y un amigo, nos explicaba resignado cómo se vive en Palestina, cómo necesitan permisos especiales para atravesar el muro cuando tienen médico, y cómo trabajó de peón de obra para construir las colonias de los israelíes.
-"¿Y qué opinas de los abusos a los que se somete al pueblo palestino?", preguntamos sorprendidos de su indolencia.
-"Tengo cinco hijos", explica.
Y ahí acaba la conversación.

El final del día es tibio y plácido. Atardece en Hebrón, y nuestros compadres musulmanes comparten una arguila (la típica pipa de agua de shisha) con nosotros. Distinto idioma, distinto Dios.
Expulsando suavemente el denso humo blanco, miro las colinas de Belén y echo en falta en este grupo a alguno de los jóvenes lampiños que hemos visto aburrise en sus espinosas garitas. Ojalá estuviesen con nosotros haciendo el indio. Sin casco, sin subfusil. Ojalá pudiesen sentarse aquí y fumar todos tranquilamente la pipa de la paz.

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