Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

domingo, 8 de abril de 2012

El negociador

Tras la intensidad del día de ayer, la jornada de hoy ha sido más calma. Con la llegada de un nuevo integrante a nuestra cruzada particular, el viaje adquiere otra dimensión, donde las posibilidades de mearse de risa a cada esquina aumentan.

Con Iñigo habíamos quedado así: el Domingo de Resurrección (hoy) a las cuatro de la madrugada en la puerta de Jaffa (que se construyó en curva para dificultar la invasiones).
El vitoriano había partido de Madrid a las cinco de la tarde, y tras una escala en Roma, allí apareció, con un halo de irrealidad rodeando su presencia, como si en vez de quedar a miles de kilómetros de casa, la cita hubiese sido en la Plaza de la Cruz, donde el castañero.

Ayer optamos -convencidos por Bea, nuestra amiga canaria- por esperar al recién llegado tomando algo con la chavalería del albergue en un pub israelí.

Nos acostamos a las cinco y pico de la mañana para levantarnos hoy y recorrer los distintos barrios de Jerusalén, desde el armenio al cristiano, pasando por el judío y el musulmán. El calor apretaba, y el gentío de fieles celebrando la Resurreción por las callejuelas de la ciudad nos ha obligado a retirarnos a la sombra de unos olivos a la entrada del castillo del Rey David.

Después nos hemos trasladado a un mercado judío al noreste de la ciudad donde hemos ratificado un tópico: soy un mal comprador y un pésimo negociante.

Hay dos formas de hacer negocios en Jerusalén: la judía y la árabe. En ambos casos, el cristiano sale perdiendo. Concretamente yo. Nunca supe negociar, lo reconozco. Soy mal empresario, pésimo jugador de póquer, comprador palomo. Mi cara se ilumina cuando me entra algo por los ojos, cosa que ocurre a menudo. Mi rival a las cartas ve reflejada una buena mano en mi frente, y un vendedor sabe cuando apretar las tuercas poniendo un precio mientras se recrea con la ansiedad de mi rostro.

En el día de hoy nos hemos repartido ciertas responsabilidades. Janfri ha leído la guía, Íñigo ha trazado una ruta y yo me he encargado de comprar comida. Me han cobrado por unas pizzas de huevo diminutas que sabían a pastiche 10 shekles unidad, y ayer compré un pañuelo palestino por 40, un atraco a mano alzada. Hoy en el mercado se me han antojado unas aceitunas para probar y he acabado llevándome medio kilo de olivas grasientas y amargas que no quería y que han terminado en la basura cuando el empacho y la repugnancia han vencido al orgullo frente a las burlas de mis compañeros.

Luego he señalado un puesto que tenía buena pinta para tomar un té y el camarero nos ha servido agua caliente con un sobrecito de hornimans que ha cobrado a precio de oro. Y que tampoco he terminado.

Nuestra racha gastadora se ha completado con el encalome de dos jubiladas israelíes que nos han recomendado un lugar agradable y económico para cenar. Baste decir que hemos pagado una cena a base de kebab a 60 euros nada menos. Eso sí, eran los mejores que hemos probado. El que no se consuela es por que no quiere.

Ante el gasto absurdo nos hemos propuesto ahorrar al máximo los próximos días, y lo estábamos consiguiendo, al optar por un paseo en vez del tranvía, pero entonces hemos llegado al bazar árabe de la ciudad vieja, con sus chucherías, souvenires, recuerdillos y estímulos. Y he recordado que era nuestro penúltimo día en la ciudad y había que comprar regalos.

Por resumir, para cumplir con nuestro régimen de ahorro, nos hemos gastado 72 euros entre los tres en seis cacharros muy aparatosos que no necesitábamos y que a duras penas podremos transportar en la mochila (no diré de qué se trata).
La negociación con el tendero, liderada por mis compadres, ha sido dura, y de no estar ellos, habría pagado el doble.
En los últimos momentos de la trata, casi me apiadaba del mercader, creyendo que el hombre nos hacía un favor, y aceptando sus ofertas una y otra vez. Mis amigos me han tapado la boca para no fastidiar el negocio con mi candidez. "Joder Mikel, nos hemos tenido que enfrentar al moro y a ti", me han reprochado. Al final no hemos hecho mal negocio, o eso creíamos, hasta llegar al albergue y comprobar que había quien había logrado mejor precio con menos discusión.

De camino a casa aún ha habido otra comprilla menor. Esta vez el regateo ha corrido a cargo de Iñigo, sin duda mejor tratante.

A partir de mañana bajaremos el ritmo, -prometido-, aunque cuando vayamos a Petra correré de nuevo un riesgo: que alguien me venda arena en el desierto.

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