Difícilmente puede visitarse un lugar así en fechas más señaladas. Este viaje cobra un sentido especial por ser una tierra extraña y familiar a la vez, santificada por el tiempo y La Palabra, en la que todo empezó y algunas cosas no acaban nunca.

domingo, 15 de abril de 2012

Lo que queda en el macuto...




Puede sonar irónico, con la lluvia de recortes y remiendos que está
sufriendo la educación española, pero creo firmemente que debería ser
obligatorio para todos los estudiantes españoles un viaje por curso
dentro de la programación escolar.

Viajar es el estado del ser humano en el que más despiertos tiene este los
sentidos, el que mejor le permite descubrir y asumir conocimientos y
cocinarlos a fuego lento (y esos son los que valen). El viajero es una
esponja de experiencias increíblemente constructivas.
En ese sentido, este viaje ha sido uno de
los más enriquecedores de cuantos he realizado. Me explico.

Por sus características -religiosas, históricas, geopolíticas- nuestra
visita a Israel, Palestina y Jordania ha ido empaquetando en nuestras
mochilas conocimientos más profundos sobre nuestra propia cultura e
imágenes de olivos, guijarros, desiertos y murallas milenarias.
Además, nuestra visita a Palestina nos ha mostrado frente a frente,
sin intermediarios ni orientadores de opinión, una realidad que
existe, de la que oímos hablar continuamente en los medios de
comunicación y en la que el mundo tiene puestos sus ojos desde hace
décadas.

Por supuesto es una realidad condicionada por nuestra breve
experiencia, pero, ¿acaso no todas las realidades lo están? Si bien
nuestro paso por los Territorios Palestinos no ha sido tan detenido
como hubiésemos deseado, sí nos ha servido como acicate y base sobre
la que investigar, profundizar y reflexionar en el futuro.

Hemos conocido Israel. Mirando al mapa, la imagen es elocuente: la
existencia de esta democracia es cuestionada por todos los países con
los que limita, o directamente amenazada por algunos cercanos.
Es por ello que hemos encontrado un país absolutamente militarizado,
donde sus jóvenes -hombres y mujeres- hacen tres años de mili y un mes
al año cuando acaban, un país que vive en guardia permanente y que
hace del afán de supervivencia un "todo vale".
Pero también un país cuyas aportaciones al mundo -patentes,
tecnología, innovación- son numerosas y, en algunos casos,
imprescindibles.

Israel es más que sus dirigentes. Israel son personas que quieren
vivir su vida en paz, tener sus problemas, sus caprichos, sin que
nadie les cuestione su derecho a hacerlo.
El problema es su Gobierno. La manera de defender ese derecho
legítimo, desde hace décadas pasa por negar el mismo derecho a otras
personas, en este caso al pueblo palestino.
Por otro lado, observando la aversión que suscita este
país (sus gentes, su cultura) entre muchos europeos, hacemos la reflexión sobre lo delicada que es la frontera entre la crítica a las acciones del Ejecutivo hebreo y el
antisemitismo. Israel utiliza a menudo esa torpe confusión como coartada para no dar cuentas a nadie sobre sus acciones. Un ejemplo de esa torpeza ha sido el famoso poema de Günter Grass.

También nos ha llamado la atención en Israel la enorme identificación
entre cultura-raza-nación-religión. Israel es un estado fundado en
base a las palabras del Antiguo Testamento, a la etnia, a la religión. Si fue Yahvé quien dio la Tierra Prometida a los judíos, ¿cómo compartirla?
Llevan años buscando la fórmula, algunas veces se han acercado hasta
casi olerla, pero los extremismos religiosos o nacionalistas han dado
al traste con un buen número de oportunidades.
Y ahora, sus interlocutores, la otra parte, se ven cada vez más
dominados por fanáticos islamistas, que mezclan obscenamente el derecho
de un pueblo a tener país, con las doctrinas del Corán.

Lo decía en una de mis primeras bitácoras: Yahvé y Alá son
pérfidamente utilizados por unos y otros para arrogarse la verdad en
el conflicto. ¿Cómo arrojar luz en medio de tanto barro?

Desde luego, a día de hoy, las posturas de ambas partes están cada vez
más atrincheradas. Hemos visto a jóvenes israelíes paseando
tranquilamente con una pistola o un subfusil al cinto por el Norte de
Jerusalén. Y muchos jóvenes palestinos han reventado sus cuerpos para
llevarse consigo vidas de civiles inocentes.
Este panorama no invita al optimismo.

Sin embargo, otra de las cosas buenas de viajar es que, inconscientemente, uno se
vacuna contra dogmas y fundamentalismos. Como dueño único de su
experiencia, el viajero sacude viejos prejuicios, porta consigo solo
lo imprescindible y construye su propio relato.

Por ello, me gustaría pensar que israelíes y palestinos, sin más
lastre que sus ansias de futuro, serán algún día capaces de traspasar las fronteras -físicas y mentales- que los separan. Podrán lograr así que cada cual -rece al dios que rece, o hable la lengua que hable- tenga su propio espacio, reconozca a su contrario y "asiente" sus bases en el respeto mutuo.

Confío en que ocurra porque, a diferencia de los dioses, los
conflictos (como las personas) no son eternos.

Hasta el próximo viaje.

sábado, 14 de abril de 2012

Código Cinco

Los controles de seguridad más severos y exhaustivos del mundo están en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv. No nos ha sorprendido, pero merece ser contado.

La cosa comienza con un leve interrogatorio a la entrada del aeropuerto que practica a pie de taxi un barbilampiño agente de seguridad. ¿Dónde han estado? ¿A dónde van? ¿Por qué han venido? ¿Qué relación tienen entre ustedes? ¿Por qué han ido a Jordania?

Y mientras respondes de la manera más concisa posible, el funcionario va desmenuzando tus  enseres del bolso de mano, escrutando tu rostro y compárandolo con la foto del pasaporte, cuyas páginas revisa una y otra vez. Eso sí, al final te desea un buen viaje.

Después de la primera parada, haces cola frente a un arco de rayos X en el que de nuevo te interrogan de modo similar. En esta ocasión, la agente ha añadido, al ver uno de los viejos sellos de nuestros pasaportes, otra pregunta. ¿Por qué habéis ido a Marruecos? ¿Conocéis a familiares o amigos allí? Y de ahí otra vez, ¿Dónde habéis estado en Israel? ¿Os ha gustado?

Nosotros respondíamos solícitos pero omitiendo deliberadamente nuestro paso por los Territorios Palestinos, consejo de nuestra amiga Sagrario. Mentir al Gobierno de Israel, negando haber visitado Ramala y Hebrón, ahorra al viajero interrogatorios extra y no conlleva riesgos, ya que no hay sello o marca alguna que atestigüe su visita a esas zonas.

Bueno, eso pensábamos. Un sudor frío ha empapado la frente de Alfredo al observar cómo su registradora pasaba la mano sobre un cartoncito del que no nos acordábamos y que habría descubierto el engaño. Por suerte, la funcionaria no ha reparado en él. Era la tarjeta de visita del viceministro de Cultura de la ANP, con escudito, bandera y todo el coplero.

Después del susto, y de escanear nuestros macutos, nos han pegado un código numérico en la mochila, el bolso de mano y el pasaporte. Según nos han contado, dicho código cifra el nivel de amenaza que representamos para Israel, siendo el 1 el que representaría por ejemplo un rabino de 80 años y el 6, el presidente de Irán.

No me pregunten porqué, pero nosotros teníamos un 5, lo cual nos ha dispensado un registro minucioso de nuestros enseres, que ha incluido la apertura de botes de gomina, la pregunta de porqué llevábamos una kufiya a España, o el análisis de residuos de nuestra ropa y bolsillos mediante un algodoncito y unas pinzas. Muy CSI todo.

Finalizado el registro, -y antes de un último control de rayos X al que hemos pasado solo nosotros- una agente tan guapa como adusta, nos ha escoltado hasta el mostrador de facturación, para asegurarse de que las mochilas partían de Tel Aviv tal y como ella las había dejado.
En ese trasiego, Janfri ha perdido el saco de dormir -que tan necesario va a resultar ahora que dormimos en el aeropuerto de Moscú-. Aunque desde la puerta de embarque han localizado el saco, "por motivos de seguridad", éste se quedará para siempre en el limbo del Ben Gurion.

Ahora vagueamos en los sofás de una cervecería del aeropuerto de Moscú. Son las nueve de la noche y nuestro avión a Madrid sale a las siete y veinte de la mañana. Con ayuda de unas mantas que hemos tomado prestadas a nuestra compañía aérea rusa Aeroflot, levantaremos un "asentamiento" en alguna esquina de la terminal para pasar la noche.
Por lo de pillar unas mantas -que mañana devolveremos- no creo que se enfaden los de Aeroflot, ya que su logotipo es todavía una hoz y un martillo alados. Y ya se sabe, la propiedad es un robo.

Pd. No es porque sea 14 de abril, pero hoy la corona se ha descoronado. La foto del rey escopeta en mano, con un elefante despachurrado de malas maneras detrás, nos ha sonrojado en la distancia. Y más leyendo que el tiro le ha salido -no por la culata- sino por 40.000 euros. Con la que está cayendo. Mañana volvemos pues.

viernes, 13 de abril de 2012

¿La culpa es de Serrat?

Afirma el periodista Alberto Masegosa en "Israel, crónica del país del Libro", que Tel Aviv es la ciudad más ignorante de lo que sucede en los territorios ocupados. Para los telavivis no existe el conflicto sino cuando sufren atentados o se ven forzados a enrolarse en el ejército.
Desde luego, viendo a los jóvenes tomando el sol o ligando en los bares de la ciudad, -moderna, animada, cosmopolita- cuesta creer que el infierno, el apartheid, las violaciones de derechos humanos se suceden diariamente a la misma distancia de aquí que la que hay de Pamplona a Zaragoza.

Nosotros lo hemos visto, hemos estado en Cisjordania y conocemos cómo están en Gaza, a donde llegaríamos caminando hacia al Sur por la playa donde ahora siesteamo. Si hubiese paz.
Ayer surgió la discusión de si los telavivis, y los jóvenes de Israel en general, deberían sentirse cómplices o no de los atropellos que su Gobierno comete contra el pueblo palestino. Nuestro primer impulso, el encendido, fue sentenciar que sí, que con su tolerancia pasiva, son de algún modo culpables.

Sagrario, la activista de Ramala, nos contó que hubo alguien que efectivamente sintió remordimientos y que desde 2004, se dedica a mostrar a los israelíes la verdad de lo que sucede tras los muros. "Breaking the slilence" ("Rompiendo el silencio") es una organización de antiguos soldados judíos que cuentan sus experiencias en el ejército: las detenciones arbitrarias, los desalojos a media noche de familias enteras, las vejaciones, la humillación y el miedo sistemático al que se somete a los palestinos. Lo cuentan ellos, insisto.

Edmund Burke, hace doscientos años, hizo esta reflexión: "Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada".
Estoy de acuerdo, pero ahora, más sosegado, me pregunto si las chicas que toman el sol en Tel Aviv merecen ser tachadas de opresoras por haber nacido en un país cuyo gobierno comete injusticias. Lo digo porque en mayor o menor medida todos los occidentales en general somos cómplices de otras injusticias -quizás no tan plásticas pero igual de palmarias para quien las sufre- o miramos para otro lado cuando a nuestro alrededor se cometen abusos y se levantan muros que no necesariamente están hechos de hormigón.

En ese sentido, acabo de leer en El País que Sabina y Serrat están siendo duramente criticados por anunciar un concierto en la ciudad -"opresora"- donde nos encontramos. Sus detractores los tachan de cómplices de la ignominia.
Creo que negar a los telavivis disfrutar de la música de los dos cantautores por culpa de su gobierno es una excusa perfecta para que el gabinete de Netanyahu reafirme sus métodos en base al "todos contra mí". Pero pienso que es, además, una clara muestra de la hipocresía en la que vivimos los europeos. Y los españoles, no digamos.

Pd.: Nuestro camarada Íñigo prosigue sus andanzas Jordanas profundizando a su manera en este extraño y a la vez familiar mundo que es Oriente Próximo.
Hoy dormirá en el desierto y mañana se sumergirá en las azules aguas del mar Rojo mientras nosotros volamos de nuevo hacia Moscú.

jueves, 12 de abril de 2012

Imanes en la noche


Aún no sé si ocurrió de veras. En mitad de la noche, un siniestro cántico musulmán se introdujo en nuestros sueños alterando las almas de todos los que dormíamos en la oscura habitación de aquel albergue.
Haiihahahahaaaaaaahaiiiiihaaaa. La tétrica voz del imán resonaba en los edificios de Wadi Musa y llegó nítida y poderosa hasta nuestro cuarto, gracias a la cercanía del miranete.
En la habitación, todos aguantábamos la respiración somnolientos, intentando orientarnos, intentando discernir si la extraña atmósfera en la que nos encontrábamos era real u onírica.
La llamada del imán seguía, con sus ecos de caverna afgana, de Osama bin Laden, de guerra santa, de amenaza invisible. Sus voces lúgubres y penetrantes nos hicieron caer en la cuenta de dónde estábamos realmente, de los peligros del mundo islámico, de los tiempos violentos que nos ha tocado vivir, y un escalofrío recorrió nuestra espina dorsal.
Eran las cuatro y media de la mañana y, de repente, cesó. Ninguno de nosotros dijo nada, ni el más leve comentario sobre aquella escena irreal.
Cuando el imán calló, y sus letanías dejaron de flotar en el aire como fantasmas antiguos, nuestros corazones volvieron a latir a su ritmo habitual. Y nos dormimos.

Al alba se disolvió la comunidad. Tras fundirnos en un abrazo con nuestros camaradas Íñigo y Dominic, éstos regresaron a ver las ruinas de Petra que ayer no cupieron en el día y nosotros tomamos un minibús destartalado rumbo de nuevo a Israel.
El viaje hasta Aqaba y la frontera transcurrió sin sobresaltos. Un par de paradas para fumar, un trozo de pan de aceite cortesía del conductor, cabezadas y calor, y una meadica en el desierto fueron todo. Al atravesar en sentido inverso la frontera, nuestras mochilas fueron minuciosamente diseccionadas a causa de aquellos regalos que compramos en Jerusalén y cuyo precio tanto nos costó regatear.

Desde Eilat, ya en Tierra Prometida, donde dormimos hace dos noches, hemos tomado de nuevo un autobús repleto de soldados de permiso y chicas guapas hasta Tel Aviv, a donde acabamos de llegar en total un sherut, dos taxis, un autobús, otro taxi y trece horas después de haber partido de Petra.

Ahora nos daremos una ducha y saldremos a cenar, si encontramos algún restaurante abierto, pues es la Pascua judía y está casi todo cerrado.

Mañana toca playita y paseos para despedir el viaje, pero sin madrugar en exceso, que hoy, en la capital judía de la fiesta y el desenfreno, la noche puede durar lo suyo.
Los imanes que irrumpen en los sueños quedarán lejos, en otro remoto lugar, el de las aventuras y lo desconocido. Es lo que tiene de bueno pegarse alguna matada de carretera, que puedes pasar en un día del Medievo a la capital mundial del movimiento gay.

miércoles, 11 de abril de 2012

Solo el penitente pasará

Es noche cerrada en Petra. Reina el mayor de los silencios. Un silencio sordo roto solo por el susurro del viento al acariciar las rocas de las que se alimenta desde hace siglos. Pero ahora incluso el viento calla. Entre los riscos, bajo las enormes columnas del palacio del Tesoro suena una flauta de hueso como la que tocan los pastores nómadas mientras las cabras ramonean. Es un sonido agudo y áspero. La melodía suena melancólica, pero aún más los acordes de ese extraño instrumento de cuerda que la acompaña. Y de repente una ronca voz beduina inicia su letanía, lenta y triste, que rebota por los barrancos y tumbas de la ciudad de piedra. Es de noche en Petra, decenas de velas iluminan sus sendero y la magia lo inunda todo.

Mañana comienza el largo regreso a casa, se disuelve el grupo y hoy no podríamos haber elegido mejor escenario para hacerlo.

Estamos en una de las maravillas del mundo, Petra, un lugar de esplendor hace 2.000 años que aún hoy -en ruinas- es difícilmente descriptible con palabras. Digamos que, explorando las galerías y templos de Petra, hoy he vuelto al pasado, pero no a uno remoto, sino a la felicidad de la infancia.

De niño, cuando veía algunas películas de la era dorada de Hollywood, me convertía en los personajes épicos que pasaban ante mis ojos embelesados. Recuerdo haber sido, frente al televisor, un oficial inglés preso en el Río Kwai, un pirata a las órdenes del Temible Burlón o un Centauro del Desierto empuñando mi colt. Pero hoy en Jordania volví a creerme -a ser- dos de mis personajes épicos favoritos: Indiana Jones y Lawrence de Arabia.

La cosa prometía desde que esta mañana hemos amanecido en una playa del mar Rojo, donde dormimos al raso en compañía de unos gatos callejeros y dos compadres colombianos. Al despuntar el alba se ha descubierto imponente nuestro destino, Jordania, al otro lado de la bahía, y la ciudad con cuya legendaria conquista tanto soñé de chico.
"¡¡A Aqaba!!". Tengo el grito de Lawrence -Peter O'Toole en la cinta de David Lean- grabado a fuego. El oficial inglés unió a las tribus árabes durante la 1ª Guerra Mundial y cruzó el desierto a galope para atacar por la retaguardia la ciudad en la que hoy hemos entrado, entonces en poder de los turcos.

Antes de llegar a Aqaba hemos perdido a uno de nuestros camaradas. Uno de los chicos colombianos no ha podido cruzar la frontera -por otra parte llena de campos de minas y torretas de vigilancia-. ¿El motivo? Los colombianos son todos sospechosos de narcotráfico, por lo que necesitan un visado especial que él no tenía.

Digiriendo la injusticia diplomática, hemos subido hacia el Norte de Jordania en un taxi al que le han multado por exceso de velocidad -y más vale- visto cómo tomaba las curvas. Por cierto, en Jordania los hombres de perfilan las cejas y se aplican rímel en las pestañas, desde el oficial de aduanas hasta el pastor de burros.

Instalados en nuestro albergue, duchados y desayunados, hemos penetrado por fin en la misteriosa e imponente ciudad de Petra. Imaginen decenas de enormes y escarpadas montañas de arenisca, horadadas por todas partes, repletas de tumbas, viviendas, altares de sacrificios y templos majestuosos. Hoy solo la arena reside en ellos, pero en tiempos fue una ciudad de comerciantes que reunió a lo mejor de las civilizaciones de la época.
Fue una antigua tribu árabe -los nabateos (hasta hoy no tenía el gusto)- los que la construyeron. Cuando este pueblo entró en decadencia, Petra fue abandonada progresivamente y cayó en el olvido hasta ser redescubierta en el siglo XIX.





Desde entonces, solo los pastores beduinos y sus rebaños moraban en sus cuevas y templos, hasta que el gobierno Jordano les construyó viviendas fuera de la ciudad y les ofreció trabajar vendiendo souvenirs y paseando a los turistas en sus jumentos y dromedarios.

A eso se dedican, y lo hacen bien, pues el nivel de encalome hoy ha llegado hasta la celebración de un juicio sumarísimo con uno de ellos de denunciante y nuestro compañero Iñigo de acusado.

La escena ha sido divertida por pintoresca. A la entrada de la ciudad, unos beduinos nos ofrecen sus caballos a cambio de nada. Íñigo advierte de que nada va a pagar, el árabe le responde "Yala yala" (vamos vamos) y todos montamos. Al acabar el paseo nos piden propina. Soy el primer pardillo en pasar por el aro, me siguen Alfredo y nuestro nuevo amigo Dominique, un americano que vive en Mallorca. Pero Ínigo cumple lo acordado y no suelta la mosca. Su beduino se pone pesado y amenaza con arruinarnos el día. Llegan los agentes y aparece un improvisado juez que les interroga para conocer ambas versiones. Al final, nos salimos con la nuestra, aunque ofrecemos unos euros para hacer las paces. El beduino -ofendido y orgulloso- rehúsa aceptarlos.

Después de andar kilómetros y kilómetros, y escuchando la canción del anciano bedú partir la noche en Petra, me invade de pronto una sensación de cansancio. Mañana Alfredo y yo tenemos un largo camino hasta Tel Aviv e Íñigo se queda con Dominique para seguir por su cuenta unos días. El polvo de mis sandalias me hace caer en la cuenta de que son muchos días y experiencias a nuestras espaldas, y empezamos a acusar el desgaste físico y mental en la recta final.

Pero luego me reconforta recordar la frase de Indiana Jones cuando entraba en Petra perseguido por los nazis y al cruzar el umbral del palacio del tesoro- frente al cual me encuentro ahora-, daba con la clave que le permitió llegar al Santo Grial: "Solo el penitente pasará".

martes, 10 de abril de 2012

Salto al vacío


El desierto siempre me inspira una actitud muchas veces olvidada: la humildad. Lo experimenté por primera vez hace cuatro años, en Marruecos. En aquella ocasión, de travesía por el Sáhara a lomos de un dromedario, caí en la cuenta que el hombre está todavía muy lejos de ser todopoderoso, aunque a veces lo parezca. Un ejemplo de algo que no puede dominar es precisamente el desierto. Frente al mar de arena, es un granito más en una inmensidad inabarcable, en la que solo los beduinos se atreven a penetrar, y siempre pidiendo permiso.

Hoy en Masada he tenido la misma sensación al mirar al horizonte, a las agrestes montañas que lo desdibujan, al mar Muerto, a los erosionados cañones que se abrían a nuestro alrededor. A la desolación, a la aridez extrema.

El hombre no puede dominar el desierto, pero en ocasiones se alía con él, agacha la cabeza, asume su inferioridad y entonces es cuando surgen maravillas como la que ayer descubrimos: el palacio de Masada.

Es esta una imponente construcción de la que solo se conservan ruinas, levantado en lo alto de una montaña roja, por el rey Herodes, 43 años antes de nacer Cristo.

El monarca eligió aquel emplazamiento en un terreno yermo y polvoriento, de imposible acceso y a orillas de un mar cuyas aguas impiden la vida, por miedo. Por muy rey -apodado El Grande- que fuese, pactó humildemente con el desierto, le pidió defensa ante sus enemigos. Y el desierto cumplió.

Durante años, aquel enclave inalcanzable, defendido por un ejercito de casi mil hombres, mantuvo el reino de Herodes libre de sus enemigos, egipcios o romanos.

Pero entonces Herodes, envalentonado por los éxitos ante sus enemigos, comenzó a trasformar Masada de fortaleza a palacio, equipándola con toda suerte de lujos que ni siquiera llegó a disfrutar.

Y así llegó el último asedio, ya muerto el rey. Un millar de judíos se hicieron fuertes en el palacio mientras 8.000 legionarios se atrincheraban en la laderas de la montaña, prolongando el sitio durante meses.

Ante la desesperada situación, los defensores de Masada, con los depósitos de agua vacíos, habían fijado una fecha para acabar con sus vidas antes de caer en manos romanas. Faltaba un día para el día señalado, y entonces... llovió.
El desierto había concedido un último favor a los hombres, pero no hubo más. Meses después, de nuevo sin agua, se llevó a cabo el macabro plan. Diez soldados ejecutaron a sus compañeros y familias y estos fueron muertos a su vez por el último de los guerreros. Antes de entrar los romanos éste se arrojó al vacío ante el avance enemigo. Fue el único que se suicidó, el único que pecó.

Después de la visita, hemos descendido hasta el punto más bajo de la tierra, a las orillas del mar Muerto -o pestilente, como le llamaban los griegos-.
Metidos en el agua, mirando hacia arriba, faltarían 411 metros para llegar al nivel de Alicante, unos ochocientos y pico a Pamplona, 9.000 a la cima del Everest.

Sumergirse en el mar Muerto es una forma de hablar, pues en cuanto el viajero se tira a la saladísma agua (nueve veces más que la del Mediterráneo), se convierte de inmediato en una colchoneta a la deriva, a consecuencia de la gran densidad del líquido elemento. Es divertido, pero si desafías al mar intentando bucear -como me ha pasado- te encontrarás con que éste se cobra su peaje: una ceguera pasajera pero tremendamente incómoda. Otras veces, el precio es más dramático. A consecuencia de los trasvases del río Jordán, este mar se está secando a un ritmo alarmante, y la retirada de las aguas ha provocado que en más de una ocasión se formen arenas movedizas, sumideros y galerías subterráneas que se han tragado como si nada a despreocupados bañistas.

Ahora, rumbo al Sur, a la frontera con Jordania, que se abre inmensa
al otro lado de las aguas en las que hace un rato flotábamos, leo sobre  las guerras mantenidas por ambos países por palmos de tierra del desierto, y por estas aguas ponzoñosas.
Creo que tamaña falta de humildad, tamaña soberbia, no es patrimonio de jordanos o israelíes, sino del Hombre.
Y pienso en cuantas ocasiones, esa actitud ante la naturaleza y sus recursos nos ha pasado -y nos pasará- factura.
Hasta que el último de nosotros tenga que arrojarse al vacío.

lunes, 9 de abril de 2012

Su nombre en vano


Si hay un lugar en Jerusalén que concite fervores, rivalidades y disputas, ese es el monte del Templo. Y todo por su divinidad. Para los judíos es el lugar sagrado donde Abraham aceptó sacrificar a su hijo, donde Salomón edificó su templo y donde aún permanecen las gigantescas piedras que forman el muro de las lamentaciones. Los cristianos sitúan en el lugar el episodio en el que Jesús echó a los mercaderes. En cambio, los musulmanes sitúan ahí el ascenso de Mahoma al cielo. Las tres culturas creen que está o estuvo en ese lugar la piedra fundacional del mundo. Las tres han reclamado para sí durante siglos la ciudad de Jerusalén. Y lo han echo a tiros o espadazos.

Hoy el muro de las lamentaciones estaba a rebosar. Entre los fieles que se lamentan destacan siempre los ultraortodoxos, una pintoresca comunidad que viste de negro, en la que la mayoría de sus miembros varones no trabajan, están liberados de hacer el servicio militar y no pagan impuestos. Son las comunidades que regresaron de la diáspora desde el Este de Europa y Rusia, altos, flacos y de tez lechosa, los ashkenazí. La otra gran comunidad son los antiguos sefardíes, expulsados de la península por los Reyes Católicos y que regresaron a la Tierra Prometida provenientes de países árabes o de Grecia. Son estos de tez más oscura, y no siempre han gozado de igualdad social respecto al resto de comunidades.

Los fanáticos israelíes han supuesto a veces un auténtico lastre para lograr la paz. Uno de los episodios más dramáticos fue el asesinato del primer ministro Isaac Rabin a manos de un radical semita, en pleno proceso de paz.

Hoy hemos madrugado para ir a la explanada de las mezquitas (así llaman los árabes al monte del Templo), donde los musulmanes se reúnen a orar bajo los cipreses y donde no dejan entrar con pantalón corto. Que se lo pregunten a mis dos compadres, que por desoír mis advertencias han tenido que comprar un pañuelo para cubrir sus peludas piernas a modo de falda.
A mí por cierto, me han obligado a guardar a la entrada una pequeña Biblia que llevo encima para recrear lugares y momentos. La religión aquí no es motivo sino de enfrentamiento.

La visita ha sido agradable, sobre todo contemplar la majestuosa mezquita del oro, cuya cúpula está recubierta del material precioso. Eso sí, siempre bajo la atenta mirada de decenas de soldados israelíes que patrullan con sus metralletas dentro del recinto para garantizar la seguridad. Aquí, la diferencia entre protección y ocupación es realmente nimia.

Al término del paseo nos hemos trasladado en un autobús palestino a Ramala, a unos quince kilómetros de Jerusalén. Ha sido complicado encontrar la parada de bus, ya que a cualquier judío que preguntásemos la respuesta era "no sé ni de que me hablas".
No es extraño que los israelíes desconozcan qué autobuses llevan a la capital de Palestina, porque ellos no pueden ir. Ramala es "zona C", es decir, controlada civil y militarmente por la Autoridad Nacional Palestina por lo que, pese a su cercanía geográfica, llegar allí es como cruzar un océano. Un férreo control militar disecciona maletas e intenciones de los viajeros que quieren atravesar el muro y entrar en Ramala y, sobre todo, de los que quieren salir. A la vuelta nos ha tocado esperar tres cuartos de hora, y con suerte, pues los controles duran muchas veces hasta dos o tres horas.
En Ramala se respira vida. Hay escombros, aún hay casas derruídas por los tanques israelíes durante la última intifada y el cerco a Arafat de 2005 y las paredes de muchas paredes cercanas al check-point lucen agujeros de bala recientes. Pero los palestinos reconstruyen los edificios, tapan los agujeros y sonríen al visitante.

Los palestinos de Ramala se hacen querer, quieren saber qué pasa fuera de los muros que los aíslan y hoy han mostrado simpatía y curiosidad por tres vagabundos españoles. Hemos coincidido en la tumba de Arafat con un grupo de escolares que pedía divertido hacerse fotos con nosotros, y al final nos hemos acabado retratando hasta con los soldados de guardia del monumento. En Ramala no hay recelos ni borderías. No pueden permitírselo, pues mucha gente está de paso -como nosotros- y saben que de la simpatía que le tenga el mundo dependerá también el apoyo a su causa. Un ejemplo: paseando por un barrio desierto y ruinoso, nos hemos topado con el edificio del ministerio de Cultura. Ha bastado que preguntase en la puerta si podíamos asomar el morro, para acabar en el despacho del viceministro charlando amistosamente. Su mesa, situada frente a un retrato descolorido de Abu Mazen era de conglomerado, en un armario desvencijado se apilaban papeles pendientes, y las sillas eran como las de una escuela. Sin embargo, el viceministro nos ha ofrecido el coche del ministerio para llevarnos a un museo -oferta que hemos declinado- y de no estar de viaje oficial, nos habríamos entrevistado con la mismísima ministra.
Así es Ramala, descascarillada pero alegre y vital. Abierta al viajero y al mundo, aunque el mundo le esté vetado o racionado.

Por la tarde hemos conocido a Sagrario, una cooperante de Cuenca que, en una terraza de la ciudad, nos ha explicado todos los pormenores del conflicto, que a sus ojos pasa por la falta de respeto a la legalidad internacional por parte de Israel. Otros aspectos del drama del pueblo palestino tienen menos eco mediático, como el del maltrato a las mujeres, asunto que ocupa principalmente la actividad de la ONG a la que pertenece.

En Cisjordania y especialmente en Gaza, la sociedad tolera o incluso silencia maltratos a mujeres y asesinatos por honor. Una infidelidad puede ser una sentencia de muerte para muchas mujeres palestinas, y más ahora que el radicalismo islámico gana fuerza día a día. "Es curioso que la causa palestina ha pasado de tener una base política de izquierdas en los años setenta, a un islamismo cada vez más conservador", ha explicado.

De nuevo el nombre de Yavhé, de Dios, o de Alá, se enarbola para partirle la crisma al vecino o meterle el dedo en el ojo. Entre judíos ultraortodoxos y laicos, entre radicales salafistas, miembros de Hamás y Al Fatá... Y también en el pasado entre las diferentes confesiones cristianas...

Mañana abandonamos la ciudad santa para trasladarnos al desierto y al mar Muerto. A diferencia de las ciudades que hemos conocido estos días -dicen- siempre reina la calma. Es curioso que en este país un lugar tenga que estar muerto, para estar en paz.

domingo, 8 de abril de 2012

El negociador

Tras la intensidad del día de ayer, la jornada de hoy ha sido más calma. Con la llegada de un nuevo integrante a nuestra cruzada particular, el viaje adquiere otra dimensión, donde las posibilidades de mearse de risa a cada esquina aumentan.

Con Iñigo habíamos quedado así: el Domingo de Resurrección (hoy) a las cuatro de la madrugada en la puerta de Jaffa (que se construyó en curva para dificultar la invasiones).
El vitoriano había partido de Madrid a las cinco de la tarde, y tras una escala en Roma, allí apareció, con un halo de irrealidad rodeando su presencia, como si en vez de quedar a miles de kilómetros de casa, la cita hubiese sido en la Plaza de la Cruz, donde el castañero.

Ayer optamos -convencidos por Bea, nuestra amiga canaria- por esperar al recién llegado tomando algo con la chavalería del albergue en un pub israelí.

Nos acostamos a las cinco y pico de la mañana para levantarnos hoy y recorrer los distintos barrios de Jerusalén, desde el armenio al cristiano, pasando por el judío y el musulmán. El calor apretaba, y el gentío de fieles celebrando la Resurreción por las callejuelas de la ciudad nos ha obligado a retirarnos a la sombra de unos olivos a la entrada del castillo del Rey David.

Después nos hemos trasladado a un mercado judío al noreste de la ciudad donde hemos ratificado un tópico: soy un mal comprador y un pésimo negociante.

Hay dos formas de hacer negocios en Jerusalén: la judía y la árabe. En ambos casos, el cristiano sale perdiendo. Concretamente yo. Nunca supe negociar, lo reconozco. Soy mal empresario, pésimo jugador de póquer, comprador palomo. Mi cara se ilumina cuando me entra algo por los ojos, cosa que ocurre a menudo. Mi rival a las cartas ve reflejada una buena mano en mi frente, y un vendedor sabe cuando apretar las tuercas poniendo un precio mientras se recrea con la ansiedad de mi rostro.

En el día de hoy nos hemos repartido ciertas responsabilidades. Janfri ha leído la guía, Íñigo ha trazado una ruta y yo me he encargado de comprar comida. Me han cobrado por unas pizzas de huevo diminutas que sabían a pastiche 10 shekles unidad, y ayer compré un pañuelo palestino por 40, un atraco a mano alzada. Hoy en el mercado se me han antojado unas aceitunas para probar y he acabado llevándome medio kilo de olivas grasientas y amargas que no quería y que han terminado en la basura cuando el empacho y la repugnancia han vencido al orgullo frente a las burlas de mis compañeros.

Luego he señalado un puesto que tenía buena pinta para tomar un té y el camarero nos ha servido agua caliente con un sobrecito de hornimans que ha cobrado a precio de oro. Y que tampoco he terminado.

Nuestra racha gastadora se ha completado con el encalome de dos jubiladas israelíes que nos han recomendado un lugar agradable y económico para cenar. Baste decir que hemos pagado una cena a base de kebab a 60 euros nada menos. Eso sí, eran los mejores que hemos probado. El que no se consuela es por que no quiere.

Ante el gasto absurdo nos hemos propuesto ahorrar al máximo los próximos días, y lo estábamos consiguiendo, al optar por un paseo en vez del tranvía, pero entonces hemos llegado al bazar árabe de la ciudad vieja, con sus chucherías, souvenires, recuerdillos y estímulos. Y he recordado que era nuestro penúltimo día en la ciudad y había que comprar regalos.

Por resumir, para cumplir con nuestro régimen de ahorro, nos hemos gastado 72 euros entre los tres en seis cacharros muy aparatosos que no necesitábamos y que a duras penas podremos transportar en la mochila (no diré de qué se trata).
La negociación con el tendero, liderada por mis compadres, ha sido dura, y de no estar ellos, habría pagado el doble.
En los últimos momentos de la trata, casi me apiadaba del mercader, creyendo que el hombre nos hacía un favor, y aceptando sus ofertas una y otra vez. Mis amigos me han tapado la boca para no fastidiar el negocio con mi candidez. "Joder Mikel, nos hemos tenido que enfrentar al moro y a ti", me han reprochado. Al final no hemos hecho mal negocio, o eso creíamos, hasta llegar al albergue y comprobar que había quien había logrado mejor precio con menos discusión.

De camino a casa aún ha habido otra comprilla menor. Esta vez el regateo ha corrido a cargo de Iñigo, sin duda mejor tratante.

A partir de mañana bajaremos el ritmo, -prometido-, aunque cuando vayamos a Petra correré de nuevo un riesgo: que alguien me venda arena en el desierto.

sábado, 7 de abril de 2012

Espinas y humo blanco


En Belén no hay musgo, ni las carreteras están hechas de serrín. No he visto ni un solo río de papel de plata, y mucho menos a un tipo con barretina cagando en la vía pública. En Belén hay buscavidas, maestros del encalome, pilluelos, supervivientes a la adversidad, casi siempre impuesta, gente que sonríe y que dice "Welcome". En Belén hay también una muralla de 20 metros de alto que divide físicamente desde hace casi una década a judíos y palestinos. Parecido a Berlín.

Después de alternar murales reivindicativos con santos lugares (la gruta donde nació Jesús y la colina donde les dio la noticia el Ángel a los pastores), nos hemos adentrado en el campo de refugiados de Aida, fundado nada menos que en 1948, tres años después de desmantelara el getto de Varsovia.
Las comparaciones son intencionadas, pues el visitante se encuentra un barrio en el que se hacinan cientos de familias palestinas desde la toma de la ciudad por parte de los israelíes.

En la calles corretean los chiquillos y la basura se desparrama alrededor de contenedores con el sello de la ONU. La vida se abre camino en esas las aceras polvorientas, pero también el odio, avivado por las posiciones radicales de Hamás. Los acólitos de este partido, lejos de oponerse a las acciones del Estado de Israel, parten directamente de la negación de su existencia, dejando escaso margen a cualquier salida negociada del conflicto. Y en las polvorientas calles de los gettos de Cisjordania cuecen su caldo a fuego bravo. No digamos en Gaza.

Después de aclarar el nudo en la garganta con el primer té verde de los cinco del día, nos hemos trasladado a Hebrón, el otro punto caliente de Cisjordania. Si puede llegar a entenderse que salpiquen el paisaje mediterráneo de guijarros y olivos pétreas colonias de hebreos que regresan a su tierra prometida, sorprende al visitante observar las mismas colonias reducidas a bloques de edificios fortificados en medio del mar hostil de la ciudad.

En Hebrón las viviendas de los judíos son pequeños islotes envueltos de hormigón y alambre de espinos siempre bajo la atenta vigilancia de los soldados. La pregunta es inevitable. ¿Por qué querrán vivir ahí? La respuesta es sencilla, pero apela más al sentimiento que a la razón. Es su hogar.

Debajo de la estrella de David, la vida en la calles palestinas se desarrolla con aparente normalidad, si descontamos que para ir a la mezquita o visitar a un pariente, el árabe tiene que enfrentarse a un buen número de  pasos controlados o check-points. Y no siempre están abiertos. Pese a ello, los mercaderes venden todo lo vendible, los turistas declinan las ofertas con una sonrisa, y los jóvenes se afanan en contar su historia a los visitantes. Desde la azotea de un hincha local del Barcelona, a escasos metros del torreón donde se apostaban dos enormes uniformados, el chaval nos ha mostrado los fortines que jalonan la ciudad, y un par de balazos perdidos que cierto día fueron a parar al depósito que suministraba agua a su cochambroso edificio. Narran sus historias y aceptan propina a cambio, sí. En este caso la ecuación de vida era la siguiente: un padre+10 churumbeles/20 metros cuadrados. ¿Qué les queda?

Al atravesar la barrera que da a uno de los barrios judíos, hemos tenido la sensación de pasear por el típico pueblo del Oeste donde no se ve un alma en la calle pero se masca la tensión en cada esquina, donde se avecina un duelo al sol y los habitantes no hacen sino atisbar a través de los visillos.  Cosas del Sabat, ni un ciudadano paseaba hoy por la tarde en la zona judía. Solo perros callejeros sarnosos y famélicos siesteaban a la sombra, ajenos a cualquier conflicto humano o divino.

En esa zona también, más aburridos que vigilantes, cabecean soldaditos israelíes que hacen su mili quién sabe con qué nivel de ardor patriótico en el pecho. A ellos les ha tocado estar ahí, y cumplen, cargando perezosamente con sus pesados M-16 y ataviados con sus uniformes verde oliva.

De regreso a la zona palestina, previo paso por la mezquita, que comparte edificio con la sinagoga -hoy vetada a los no creyentes- hemos visto carteles informativos que contrarrestan las pintadas palestinas hablando de la historia de Israel, de la "liberación" de la Tierra Prometida de las garras musulmanas. Y tal.

Nuestro improvisado guía, un taxista al que acompañaba Mahmud, su hijo de 11 años, y un amigo, nos explicaba resignado cómo se vive en Palestina, cómo necesitan permisos especiales para atravesar el muro cuando tienen médico, y cómo trabajó de peón de obra para construir las colonias de los israelíes.
-"¿Y qué opinas de los abusos a los que se somete al pueblo palestino?", preguntamos sorprendidos de su indolencia.
-"Tengo cinco hijos", explica.
Y ahí acaba la conversación.

El final del día es tibio y plácido. Atardece en Hebrón, y nuestros compadres musulmanes comparten una arguila (la típica pipa de agua de shisha) con nosotros. Distinto idioma, distinto Dios.
Expulsando suavemente el denso humo blanco, miro las colinas de Belén y echo en falta en este grupo a alguno de los jóvenes lampiños que hemos visto aburrise en sus espinosas garitas. Ojalá estuviesen con nosotros haciendo el indio. Sin casco, sin subfusil. Ojalá pudiesen sentarse aquí y fumar todos tranquilamente la pipa de la paz.

viernes, 6 de abril de 2012

El Calvario


Hoy, lo reconozco, la devoción ha pasado de embargarme a marearme. Tras una plácida noche en nuestra habitación-cueva (pared de roca y ruido de goteo incluidas), en compañía de un gringo al que le hacen reír sus propios pedos, la mañana ha sido un calvario.
Lo digo en sentido literal, pues hemos recorrido, en compañía de cientos de fieles y encabezados por una legión de franciscanos con sus hábitos color marrón oscuro, las estrechas callejuelas que condujeron a Jesús a la Cruz tal día como hoy de hace dos mil años. Nervios, pisotones, calor, sudor ajeno, plegarias...

No era la única procesión. Las había de coptos, de scouts armenios, con sus vistosos uniformes de camisas pardas y pañoletas amarillas,  de ortodoxos rusos, con sus pintas de Rasputín, de negros y brillantes etíopes, de diminutos coreanos, de cristianos árabes tocados con sus chillabas y sus feces rojos con borlitas bailarinas. Todos diferentes, todos cristianos.

Los de San Francisco caminaban y oraban en latín y leían los evangelios en italiano, inglés y español gracias a un altavoz que transportaba un sufrido fraile. En esos idiomas han recreado las tres caídas, cuando Jesús vio a su madre, la ayuda que le prestó Simón de Cirene... Todo, hasta llegar a la iglesia del Santo Sepulcro, a los restos del monte Gólgota, al lugar donde le humillaron, donde le clavaron los romanos, donde se plantó la cruz y a la cueva donde enterraron a toda prisa su cuerpo (por comenzar el Sabat). Y donde al tercer día resucitó.

Es difícil describir la emoción de la muchedumbre al atravesar el umbral del lugar donde murió Cristo. Era un festival multicolor, mil pieles y atuendos, mil confesiones, cada una con sus ritos, sus cánticos y su imaginario propio. Ver a la gente empaparse del aceite que esparcía un sacerdote sobre la losa en la que Jesús fue amortajado, recordaba mucho a los cabezazos de los judíos contra el muro. De nuevo, similitudes.
De ahí, un poco agobiados por el tumulto, por las imágenes, por el olor a cirio y a incienso, hemos dejado el templo -mucho menos grandioso que cualquier catedral europea, por cierto- y nos hemos plantado en el monte de los olivos, allende las murallas.

Los únicos olivos de tiempos de Jesús que quedan son los del Huerto de Getsemaní. Árboles milenarios donde cuenta San Juan que oró, donde sudó sangre de puro miedo y donde Pedro le rebanó la oreja al sirviente del sanedrín (así lo hemos leído en mi guía, una ajada Biblia que me prestó mi padre).
El resto del monte son fincas particulares o pertenecientes a la iglesia. Allí se levantan las basílicas de la agonía y la de María Magdalena, y más abajo la tumba de la Virgen. El resto es un inmenso cementerio judío, en el que las lápidas parecen piedras blancas mirando al atardecer. Y a las miles de tumbas del cementerio musulmán, que a la sombra de las murallas de la ciudad vieja, justo enfrente, al otro lado de la carretera, apuntan a la
Meca. La imagen es elocuente, incluso en el descanso eterno unos y otros están enfrentados.

Después de recibir al ocaso con una siestecita en la cima de los Olivos, hemos tomado un taxi hasta la parte oriental de la ciudad, la zona palestina. Allí hay un hotel de lujo, el American Colony se llama, en cuya terraza, los periodistas que por la mañana cubrían las intifadas, se enchufaban un whisky escocés antes de ir a dormir. Entre el taxi y la cerveza se nos han acabado los últimos shekels que habíamos cambiado, así que hemos tenido que regresar en taxi ofreciendo doce monedas para que nos acercase hasta donde diese el crédito. Nos ha tirado frente a la puerta de Damasco. De ahí al hogar, un paseo.

Mañana dejamos los tiempos bíblicos y los lugares santos para trasladarnos a la actualidad, a Cisjordania.
Iremos a Hebrón y observaremos. Y por primera vez tendremos sobre el conflicto una opinión que nadie nos ha contado. Hemos hablado con una chica canaria que acaba de venir y la cosa promete.
Mañana veremos, insisto, y sacaremos conclusiones.
Vamos sin prejuicios, pero conscientes de que en ciertos lugares de este país se vive un calvario diario y continuo, donde las coronas de espinas no se clavan en la frente de un mesías, sino en lo alto de muros de hormigón que separan dos mundos. Y que hacinan uno de ellos.

jueves, 5 de abril de 2012

Jerusalenes


Después de callejear sin rumbo por las piedras milenarias y pulidas de Jerusalén, de perdernos una y otra vez por los barrios de distintas confesiones que componen la ciudad amurallada, regresamos al albergue agotados pero satisfechos. Hemos conocido Jerusalén, y nos ha gustado.
Tras 24 horas de un viaje agotador, incluida una pernocta tirados en el aeropuerto de Moscú, después de sobrevolar Europa, Rusia, Ucrania, el Mar Negro y Turquía, hemos aterrizado finalmente en la ciudad costera de Tel Aviv a mediodía.
Lo he agradecido de veras, ya que el viajero de detrás, un mocoso de cinco años inglés, no ha parado de llorar, dar patadas e irrumpir mis siestas o la película durante todo el vuelo. Y lo ha hecho con la resignada complacencia de sus progenitores. Me acordé de él cuando hemos atravesado la puerta de Herodes, que se abre majestuosa en la muralla de Jerusalén.
La atmósfera de Israel era agradable, como esas tardes de verano en el Levante español, pegajosas pero alegres. Desde el avión se veía cómo una brumilla ocre cubría el paisaje -rocas, matojos y olivos- dando a la vista un aspecto de postal antigua amarilleada por el tiempo.
Lo primero que hemos hecho al llegar a Tierra Santa es negociar con un sefardita que volaba a España el cambio de 200 euros a Shekles, ahorrándonos así las comisiones de las oficinas oficiales.
De ahí, un minibus compartido nos ha llevado hasta Jerusalén. El viaje no ha acabado mal porque Dios no es mal anfitrión y sería feo recibirnos en su tierra con un accidente, pero no será porque nuestro chófer no lo haya puesto a prueba. Si se le aplicasen todas las infracciones de circulación que ha cometido se enfrentaría a varias cadenas perpetuas. Semáforos en rojo,  medianas, adelantamientos por la derecha... Nada se le resistía.
Era más importante su prisa, y sus continuos pitidos, gritos e imprecaciones en hebreo.
Jerusalén es contraste. Casi se diría que son varias ciudades en una. Los edificios se parecen mucho en diseño y materiales de construcción, sin embargo sus habitantes pueden cambiar de una calle a otra y no parecerse ni en el blanco del ojo. Lo hemos comprobado al atravesar un barrio fuera de las murallas de la ciudad vieja en la que eran judíos ortodoxos hasta los semáforos. Solo se veían negras levitas y sombreros, barbas ralas y tirabuzones de todos los colores, edades y tamaños. Y sin embargo, ha sido atravesar la puerta de Jaffa, buscar nuestro albergue -pasando frente al Santo Sepulcro- y regresar a nuestro viaje de hace cuatro años a Marruecos. Cabritos en canal, bullicio, teces morenas, saludos en árabe, zoco, y sobre todo el inconfundible olor a especias entremezcladas en el aire y a té.

Atravesar la calle por la que, según los franciscanos, Jesús se dirigió a su calvario impresiona -y más un Jueves Santo- al margen de confesiones. Pero impresiona igualmente ver mezquitas, iglesias y sinagogas juntas pero no revueltas, pared con pared, recoletas algunas y ostentosas otras, homenajes a un creador del que se destacan las diferencias aunque existan grandes parecidos.
Y así, después de cenar en el barrio armenio, hemos llegado al muro de las lamentaciones. Protegidos con estrictas medidas de seguridad, los judíos oran en voz alta o amagan cabezazos frente a unas piedras que rezuman energía por todos sus poros graníticos. En una de sus grietas han quedado también mis peticiones. Después de un rato en silencio, he pensado que, lleve kipá, palestino o alzacuellos, el lugar invita al visitante a acordarse de los suyos y dar rienda suelta a preguntarse por los misterios de nuestra existencia.
Mañana ahondaremos en los misterios de Jerusalén. La ciudad de los mil dueños, de las tiendas caras y los bazares, de los turistas japoneses y los peregrinos. La ciudad de los contrastes.

miércoles, 4 de abril de 2012

Memoria en verso

Hubo un día en que el viaje en autobús Pamplona-Madrid no me rallaba en exceso. Pero desde hace un par de años, cada vez que cruzo Castilla con Alsa me desespero, me salen dolores, me mareo y consumo toda la batería de mi teléfono móvil con anodinos jueguecillos y llamadas intrascendentes. Hoy no ha sido una excepción. Es más, un problema de billetes mal expendidos en Cintruénigo ha retrasado mi llegada a Barajas añadiendo emoción y tedio a la odisea que hoy comenzamos.
En la T1 esperaba mi amigo Alfredo. Curiosamente no viajo con él desde Berlín, en diciembre de 2010. Nuestros sacos son idénticos, Quechua verde diminutos, nuestras mochilas han pesado exactamente 11 kilos cada una, y a ambos se nos han olvidado los auriculares. Auguro una vuelta a la compenetración viajeril que se verá completada por el hermano Vitoriano el domingo de Resurrección.
Esperando frente a la puerta de embarque, leemos que Günter Grass, el poeta teutón que ocultó su pasado de púber nazi de las SS, ha puesto a parir a Israel haciendo versos en El País. Nuestro destino levanta pasiones encontradas, está claro, a tenor de las airadas reacciones al incendiario poema del antiguo uniformado, que acusa a Israel de preparar el exterminio del pueblo iraní. Y me quedo con un fragmento:

"Y porque —suficientemente incriminados como alemanes—
podríamos ser cómplices de un crimen
que es previsible, por lo que nuestra parte de culpa
no podría extinguirse
con ninguna de las excusas habituales (...)".

Vaya con la memoria histórica. Ya les contaremos.

lunes, 2 de abril de 2012

A dos días...

Fue en un festival de música, en Burgos, a finales de verano. En mi amigo Alfredo, poco a poco fue creciendo un interés parejo a un conocimiento cada vez más profundo de ese pequeño lugar en el mundo que tanto da que hablar desde hace tantos siglos. "Nos vamos a Israel". Es curiososo, pero la propuesta no me resultó descabellada en absoluto. Cierto es que en los telediarios no invitan a visitar una zona en la que no tomar partido abiertamente por la causa palestina o israelí te convierte en sospechoso ante unos y otros.

Sin embargo, Tierra Santa me es familiar desde niño. Al hojear la guía que me dejó Alfredo, recorrí mentalmente mi infancia, y los lugares de los que tantas veces oí hablar en el colegio, en misa o en los largometrajes que Televisión Española emitía cada Semana Santa. Jerusalén, Belén, el Monte de los Olivos, el lago Tiberíades... son lugares que he imaginado muchas veces, junto a las gentes que los poblaron: filisteos, macabeos, el Frente Judaico Popular, el Frente Popular de Judea, Brian, Ben-hur y demás.

Hollar Tierra Santa en Semana Santa es una idea que, por evidente, se me antoja estupenda. Recorrer físicamente los lugares que pisó la sandalia de Jesús, precisamente en los mismos días en que la Cristiandad establece que sufrió su pasión, no es baladí.

Si a eso añadimos nuestra vocación de periodistas y nuestro interés por la actualidad internacional (habida cuenta de que actualmente las tensiones del Estado de Israel con Irán son extremas) la ecuación es clara. Dentro de dos días volaremos al meollo, tras una auténtica travesía por el desierto que hará un alto en Moscú (absténganse de comentarios sobre lo absurdo del intinerario). Nos seguirá Iñigo unos días más tarde. Alfredo llevará la Lonely Planet. Yo echaré una Biblia en la mochila con idéntico objetivo.

Ardo en deseos de llegar. Y de aprender.